Vuelvo a llegar. Las caras se muestran, como siempre, lánguidas.Cuelgo mi abrigo, apoyo mi mochila en una silla. Llega la hora del saludo. Decido ahorrarme el cómo-te-va-bien-y-vos-bien.
Vuelan moscas al compás de un tango pésimo.
Silencio. El sonido de un auto doblando la esquina. Los mismos pensamientos de ayer.
Temí que me pasara. Yo siempre supe que esto no era para mí. Más aún, sé que faltan etapas que van a devorar lo que me queda de rebeldía. Hasta quedar al fin seco, limpio de sueños y expectativas propias, libre de extraños pensamientos y deseos de libertad. Seco, por sobre todas las cosas.
Vacío.
Se suceden las caras. Anoto una dirección que no voy a recordar. Tras un momento de abstracción me descubro hablando estupideces, muchas, con una persona de quien, singularmente, no conozco nada.
Va a llegar la media tarde y vendrá alguien más. Si no es él, o ella, será otro u otra.
Todos vienen a buscar lo mismo.
Porque a pesar de todo, algunas veces, algunas contadas veces, alguien se va de aquí bien, se va satisfecho, con menos peso, adelgazado de culpas. Limpio de extraños pensamientos podrá -piensa-
gambetear al agobio y sus secuaces.
Agobio femenino y en su interior vacío, casi infinito.
Es un camino flechado. Una bizarra relación. No recuerdo cuantas veces estuve del otro lado.
¿Cuántas veces me habré ido mejor de un lugar sin haber dejado nada a nadie?
¿Será este rol la versión urbana del payaso de circo, maquillado de sonrisa para ocultar sus penas? ¿Cómo llamar a su público? ¿Por qué necesita de uno si en verdad no divierte?
Al verlo siento en mi interior como los espacios al reducirse se hacen más amplios, como encogerse es en realidad
abarcarse menos.
Camas de una plaza. Mesas decoradas. Casas chicas, de ambientes reducidos, buscados especialmente al influjo de frases como "Es más fácil de limpiar", o "Es más calentita". Frases invariablemente destinadas a caer en esa móvil trampa de espacios, donde una televisión encendida puede ser la diferencia entre una casa pequeña y el desierto del
Sahara.
Aunque en realidad sólo sea un féretro de ladrillos.
Un limón. Una botella de agua. Un cepillo de dientes.
Y el permanente escape a esa vida trémula lo
encontrás en cada vecino, en cada conocido, en cada extraño interlocutor.
Cada palabra de ellos te carga de vida. Cada problema en común con otro es un alivio. Y la cuenta de aquellos que sin estar, al nombrarlos te engañan, y parece en verdad que existieran.
Hablás de tus hijos,
hablás de tus nietos. Del primo aquél.
Me pagarías un abrazo si yo te lo vendiera. Yo sé que si te nombro la Navidad te doy una puñalada en el alma.
Y vos seguís escapando. Atrás de cada vecino y de cada conocido te
escondés.
Detrás de cada mostrador.
En uno de ellos quizás me encuentres a mí. Cuando eso suceda, ¿qué vamos a hacer?
Si vos
querés olvidar y yo ya te conozco. ¿Qué vamos a hacer?
¿No será que
querés trocar papeles?
¿No será que ya lo habremos hecho?
Dedico este post a todos aquellos que viven, cenan y duermen acompañados únicamente por su propia soledad.