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lunes, noviembre 27
Eternos testigos

Llegó el momento.

Tímidamente ingreso al galpón. Esbozo una sincera sonrisa, en verdad estoy emocionado. Quienes alguna vez fueron mis compañeros hacen un corto canon con mi nombre.

Los beso, los saludo a todos. Las caras y los cuerpos cambiaron, pero por alguna razón, los ojos son los mismos de ayer. Me parece increíble ver emoción en casi todos ellos, esta reunión realmente nos importa.

Somos los ex alumnos de la generación que nos correspondía, que luego de muchos años -pocos en verdad- volvemos a reunirnos. Sin tener que sentarnos en aquellos rayados bancos, ya no con una túnica blanca delante. Galletitas y bebidas nos rodean, como en aquellos cumpleaños donde de a poco le agarrábamos el gusto a la vida. Y a los labios ajenos.

Se forman pequeños grupos, trato de pasar por la mayor cantidad de ellos, necesito estar con todos, hoy no se me puede escapar nadie. "¿En qué andás, che?" "¿Qué es de tu vida, loco?" "¡Estás igualito (más gordo, más flaco) bo!"

Los primeros minutos pasan rápido. Muchas risas, mucha emoción, todo es apurado, las palabras se montan, nos interrumpimos al hablar. En un momento me abstraigo y deduzco que en breve se vienen las anécdotas, así que decido alejarme un poco de los grupos, y acercarme a las personas. Sobre todo a aquellas con las cuales, para ser sincero, jamás tuve mucha relación.

Descubro con alegría que me recuerdan con cariño. Y me cuentan su historia. Casi todos pudieron terminar el liceo, algunos antes, otros después. Para mi sorpresa, por más que era de esperarse, veo a muchos luciendo una alianza en el anular, sobre todo a mis compañeras.

Alguien grita que las hamburguesas están listas. El reloj vuela.

Me alimento en silencio. Sonrío acompañando frases de recuerdos en común que en realidad no escucho. Estoy concentrado en los cabellos largos, en las barbas, en algunas bolsas que veo bajo los ojos de algunos compañeros. No soporto la tentación de compararlos con ellos mismos.

Cuando somos niños, cuando somos adolescentes, somos todo promesa, somos todo proyecto. Todo parece posible, la libertad parece libre y a quienes la vida no nos había golpeado mucho, el futuro parecía llano y prometedor, lleno de sorpresas. Me voy de la reunión por un momento. Mi mente se fue, recordando otra vez los diálogos y aquello que en algún momento nos prometimos.

El resto del encuentro transcurrió como era de esperarse. En realidad habernos juntado después de tanto tiempo para ver en qué andaba cada uno resultó una gran idea, de la lista faltaron varios, algunos por estar en el extranjero, otros faltaron sin aviso. Sin embargo a mí recordarme y recordarlos no me produjo mucho bien. Son tantos y tan variados los episodios que me trajo la memoria que ya no pude ver lo que me rodeaba sin distorsión. Hay más dentro de mi cabeza que fuera.

Caigo en una abstracción casi absoluta, con la mirada en el infinito abro un portal y todos los tiempos son el mismo. Me pregunto cómo hubiera sido esa misma reunión, si además de estar invitados los ex alumnos también lo hubieran estado los verdaderos alumnos. Y los futuros nosotros de aquél pasado, los que en este presente no están, porque en realidad nunca fueron.

Quienes fuimos, quienes somos y quienes dijimos querer ser.

Muchas personas dicen y piensan que los niños dicen siempre la verdad. Y que también hacen las preguntas más molestas. Recordando eso trago saliva, y me busco en esa junta de todos. Por fin me encuentro entre la muchedumbre... me tiemblan las manos, mejor guardarlas en los bolsillos.

Me miro fijamente a los ojos. Mis ojeras me hacen gracia, lo mal que me quedaba el pelo tan corto también. Yo también sonrío, seguramente sorprendido por mi pelo largo, y mis facciones algo menos cortantes.

- ¿Cómo estás?
- Bien.
- Espero no haberte decepcionado.
(Silencio)
- ¿A qué te dedicás?
- Ejem, bueno, soy empleado en un negocio.
- ¿Empleado?
- Sí, empleado.
- ¿Fuiste a la universidad?
- Jajaja... sí, fui. En realidad empecé la carrera pero la dejé por la mitad, estoy esperando acomodar algunas cosas para volver a engancharme.
- ¿Qué carrera? ¿Abogacía?
- ¡No, jajaja! Abogacía no, medicina estoy estudiando.
- ¿Medicina? ¡Pero si no puedo ni ver la sangre!
- ¿Viste vos como cambian algunas cosas?
- ¿Tenés plata?
- ¿Para qué precisas?
- No, te pregunto si vos tenés plata, si la familia tiene plata, ¿entendés?
- Ah... No, no tengo un mango.
- (Silencio, mirada hacia el suelo)
- Pero aprendí que la guita no es todo, mirá que a tu edad las cosas se ven diferentes.
- Claro, el dinero no es todo en la vida... eso ya lo sé. Los amigos también son importantes.
- Eh... sí, los amigos. Estoy un poco distanciado de ellos en este momento. He estado muy ocupado, no es fácil.

La cara al niño que fui se le empieza a caer a pedazos. Hace un silencio y me dice:

- Vení, vamos a saludar a mis compañeros.
- No, dejá, no es necesario. Ya hablé recién con sus futuros.
- Por eso. Quiero que conozcas a sus pasados.

Ahí están. Haciendo las mismas monerías que hacíamos cuando éramos nosotros.
Me presento.

- Hola, yo soy él dentro de unos años. ¿Cómo andan? ¿Qué hacés, gordo?
- ¿Y? ¿Sos político? Preguntó uno.
- ¿Sos millonario? Otro.
- ¿Ya te recibiste de abogado? Ese fue el gordo.
- No -respondo-, ni soy político ni millonario y jamás pisé la Facultad de Derecho, ¿ok?

(Silencio, se miran entre ellos)

- Bueno, no te enojes - dice uno y se va, y tras él los demás, incluso mi niño.

Vuelvo al mundo real. Nos estamos despidiendo, hay abrazos, más risas, casi todos se pasan los números de celular, los pulgares vuelan anotando fútilmente una secuencia que nunca van a volver a repetir. Se retiran solos, algunos en automóvil, otros a pie hacia sus actuales destinos, hacia sus camas, hacia sus mesas. Los veo irse sintiendo el vacío en el pecho, el barullo ya no está, ni el de los actuales destapando cerveza ni el de los de antes avisando que ahí viene la maestra. Quedé sólo, una vez más, con la cabeza un poco en este mundo y un poco en aquél que hoy añoro.

En eso me viene a buscar de nuevo. Soy yo, el de aquél entonces, con más preguntas.

- ¿No fumás porro, verdad?
- Jajaja... no, no fumo porro. Quedate tranquilo.
- ¿Tampoco fumás no?
- Eh... ya no. Lo dejé hace más de un año.
- ¡Entonces fumaste! ¿Pero no te acordás que hace mal, no te acordás aquella campaña que hicimos, no te acordaste de los yuyos que le hicimos tomar a mamá para que dejara el cigarro?
- Sí, me acuerdo.

Otro asqueroso silencio.

- ¿Tenés novia?
- Sí. Es lo mejor que tiene mi vida-, respondo.

Los dos nos encontramos sentados, uno al lado del otro, con la mirada en el suelo, con las mentes a millones de pensamientos reprimidos por segundo. Mordiéndose el labio inferior, juntando todo su valor, dirige sus ojos hacia mí.

- ¿Cómo llegamos a ser así?- Me pregunta. - ¿Qué hicimos para que todo aquello que quisimos ser no fuera? ¿Por qué no sos lo que hoy quiero?

Me pongo de pié. Esto rebasa todos los límites de mi paciencia, autorrespeto y decencia. Aguantando las lágrimas camino hacia ningún destino y tras unos pasos, intento mirarlo y le grito sin verlo:

- Ya te vas a dar cuenta.

Al otro día despierto, sudado, con la cabeza ajena y dolorida. Mi perro por la ventana me mira extrañado. Sentado en mi cama veo en el piso dibujados los recuerdos de ayer, las lágrimas de hoy, las nieblas de mañana.

A la vida hay que saber llevarla. Mil dificultades, día tras día, se nos plantean. Debemos tomar las peores decisiones, esas que siempre lastiman a alguien, para poder lograr eso que nosotros sabemos que está bien. Hemos salido adelante de las situaciones más complejas. Hasta podríamos decir que estamos orgullosos de nosotros mismos.

Pero muy dentro nuestro está el niño que fuimos y que nunca dejamos de ser, preguntándonos dónde están sus sueños y quién se los llevó. Aunque hayas seguido al pié de la letra su libreto, es bueno escucharlo de vez en cuando preguntando por qué.

El niño que una vez fui me preguntó mil cosas. Pero no me preguntó si era feliz. Creo que nunca se lo enseñaron. En la escuela el objetivo era ser el mejor, eso era ser feliz. Ser el que leía mejor, el que sabía más palabras, el que podía decir cuántas capas tiene la atmósfera.
El mejor no era el que leía un poema por placer o el que disfrutaba de una puesta de sol.

No sé en que momento lo aprendí. Sé que no hace mucho tiempo de eso. Quizás no haya más aprendizaje después. En verdad no me importa.

Me pregunto qué se habrán preguntado a sí mismos mis compañeros aquél día. Pagaría por saber quién es más feliz, si el genio de la clase o cualquiera de los que eran uno más. Quisiera saber cuántas cabezas se partieron bajo el pie de los más ambiciosos, buscando siempre inequívocamente la aceptación de las maestras de entonces, la de sus jefes de hoy.

Supongo que las respuestas están en manos solamente de los eternos testigos, cuya palabra jamás será revelada en verdad. Ese pequeño niño molesto que pregunta y pregunta y exige y exige.

¿Has hablado alguna vez con él, o con ella? ¿Podés darle lo que te pide?



¿Qué le pedirán ellos a su futuro?
 
viernes, noviembre 17
Malabares al enemigo
Tras declararme culpable, y firmar una nueva libertad condicional, escapo de la Ciudad Vieja.

Errando por las calles, y tras un buen rato de caminata, paro en un quiosco. Malgasto el poco dinero que tengo en una revista. Compro una botella de agua y sigo. La misma agua que pocos minutos después le voy a negar a un botija, con pinta de bichicome, que hace malabares en la esquina de Av. Brasil y la Rambla.

Me siento en uno de los bancos que miran al mar, porque justamente es a eso que vine: a ver el mar. A renovarme una vez más tratando de sumergirme con la mirada en él. Y que los pensamientos, muy de a poco, se vayan diluyendo en su inmensidad, se disuelvan en su azul amarronado.

De pronto viene a mi mente el recuerdo de varias personas, que en diferentes ocasiones, repitieron una frase que más o menos dice que el saludo y el agua no se le niegan a nadie.

Rápidamente me doy cuenta que un minuto atrás le negué el agua al gurí de los malabares, que obviamente enojado, de todas formas me agradeció. Traté de recordar si en algún momento alguien a mí me había negado un vaso de agua. Creo que no, no pude recordarlo, pero estoy seguro que no.

Pero sí me han negado muchísimas veces el saludo.

Y muchas otras veces me han negado todo tipo de cosas que en verdad necesité -o necesito- sin el más mínimo decoro, pero de todas formas el código importante que debe prevalecer parece ser el del vaso de agua y el saludo.

De todas formas, reconozco que me sentí una rata cuando le dije que no. Era bastante más simple que los millones de implicaciones que se me cruzaron por la cabeza justo antes que se me transformara la cara y ladrara, era un trago de agua y listo.

En algún momento pensé en redimirme, y cómo sería para este caso específico. ¿Pidiendo disculpas? ¿Regalándole una botella? Caigo en la tontería de pensarlo.

Y reflexiono que si tengo que poner un peso para arreglar cada una de las cagadas que he hecho en la vida voy a necesitar más guita que la que tiene Donald Trump.

Muy bien, soy culpable. Llevo en mi interior malos sentimientos. Vengo caliente y actúo mal, soy el yo que sale cuando mi otro yo ya no soporta más. Y es ahí donde todo se resume, se mezcla, y es un mismo elemento.

Por enésima vez pienso en las oportunidades que negué y me negaron. Camino. Me voy de la Rambla y del mar, de este paisaje de Pocitos que todo lo absorbe. Camino. Y en cada paso un recuerdo, en cada baldosa una discusión, un malentendido, un adiós. Un insulto. Un arrepentimiento. Una condena.

Un corazón roto, un proyecto menos. Una nota baja, un olvido. Un semáforo... casi me parten al medio.

En realidad, estoy huyendo de esos errores, no del mar. Apenas me doy cuenta, paro de caminar, volteo y una vez más, lo miro. Pero esta vez sólo puedo ver el barrio.

¡Qué diferente que se ve Montevideo desde la Rambla de Pocitos! Gente linda corriendo, autos, perros de raza, edificios, la materialización del dinero no me deja ver mucho más que su belleza.
A no ser por el botija que sigue haciendo malabares. Pidiendo calderilla a cambio de mostrarle a la gente que por allí transita que existen otras realidades.


Y que a él le han negado mucho más que un vaso de agua.
 
jueves, noviembre 9
Rápida descripción del miedo al futuro
Entro al salón.

Los pocos que hay se encuentran sentados. Casi todos manipulan su celular. Dejo mi antigua mochila y salgo. Afuera hay otros pocos. No saludan, de pie no hablan. La mayoría fuma. El que no lo hace se halla inquieto. Enciende un cigarro, saca a relucir su celular, o se mueve fútilmente. La paz corporal, aparentemente, no está socialmente permitida. Oigo acercarse el taconeo de la putita de la clase, que hace su notorio ingreso rodeada de silentes comentarios, variados, pero nunca neutros de juicio. Las risas a mano tapada de un afeminado a la moda y su amiga dark son un ejemplo.

Pienso en que acá nadie toma mate. Será por el barrio, será porque nadie está cómodo aún. Empieza la clase. Llevo mi celular al modo silencioso, y recuerdo aquella charla. Y trato de recordar en que momento me convertí en un cliché.
Aunque sólo recuerdo la charla. Sin celulares y sin agendas era el futuro convenido.

Aquel futuro. Conozco cual fue el mío, el de ella, mi interlocutora de proyectos, lo ignoro. Si viene zafando, no creo que lo haga por mucho tiempo más. Y esa charla de futurista me recuerda otras. De ideas que hoy ni siquiera recuerdo. No teníamos el porvenir resuelto, pero lo teníamos dibujado. Creíamos saber por dónde iba.

Y resulta que se término el trabajo.

Faltó la menstruación. O tu habitación hoy mide muy poco.

Y hoy hablas en otro idioma, y almorzás en mi desayuno. Aquella letra que nos emocionaba hoy me hace sentir mal.

¿Dónde están mis sueños? ¿Vos dónde estás? ¿Qué le pasó a tu cara?
¿Por qué nos miramos así? ¿Es sorpresa, o simplemente decepción?

En diez años te paso a buscar. A vos, a quien quisiste ser.

¿Cuál es el verdadero proyecto de futuro? ¿Lograr lo que alguna vez anhelaste?
¿O jugar las cartas de la mejor manera posible?
¿Quién lo dice?

Mientras me leo repetir algunas torpes líneas de pensamiento me pregunto por qué no me educaron en la incertidumbre.